Esta mañana me dispuse a estudiar
y repasar mis manuscritos de matemáticas y física. No desayuné, ya que a las
siete en punto debía estar presente en la mansión Miller y tenía que aparentar
disfrutar de los tentempiés. Necesitaba preparar a mi estómago para una
cantidad ingente de comida y bebida humana. No me nutren demasiado, pero me
hacen sentir pesado. Aunque avisé al servicio para que no preparasen el
desayuno, la joven Valerie apareció en la puerta de mi despacho mientras releía
a Pitágoras. Llevaba con ella una bandeja de plata con un poco de te inglés con
leche. Sonreía con excesiva dulzura mientras lo servía. Con todo el respeto, me
parece que podría disimular su atracción por mí en su trabajo. Sé que sueno muy
presuntuoso, pero puedo notar sus vibraciones humanas de enamorada desde el
otro lado de la puerta.
Comencé a prepararme a las
cuatro, cuando las doncellas trajeron el traje de Poulline. Primero me di un
relajante baño de espuma y sales, y luego que me arreglaron y vistieron.
Prefiero hacerlo yo solo, pero tengo que aparentar ser como los demás. En esta
ocasión llevaba el cabello peinado hacia atrás, brillante y con colonia. Pero
lo mejor sin duda era el traje, azul marino hasta los tobillos, no como los
culotte de los franceses que llegaban hasta la rodilla. La camisa era celeste y
la complemente con una corbata. El chaleco, ceñido, era azul marino con botones
dorados, como el pantalón y la chaqueta de cola de gorrión, que aparte, tenía
bordados en oro. Los zapatos tenían un pequeño tacón, que era de cuero negro de la más alta
calidad. Pero faltaba algo, un toque más de elegancia, y eso lo completaba un
pañuelo de seda celeste con bordados dorados en el bolsillo de arriba de la
chaqueta. El servicio elogió mi atuendo y mi porte, cosa que me hizo sentir
orgulloso.
Antes de salir, cambié mis gafas
negros por otras más elegantes y acordes al atuendo, un par con tonos plateados
y dorados, con las lentes impecables.
Cogí el sombrero de copa que me
tendió Sophie y cuando Margaret (la cocinera ayudante) terminó de colocarme la
capa negra y larga, salí por la puerta y me adentré en la oscuridad de la noche
hasta llegar al carruaje que me llevaría a la fiesta.
El paseo hasta la mansión Miller
no fue tan largo como esperaba, por suerte, llegamos incluso antes de la hora
prevista.
El cielo negro que observaba a
través de la ventanilla me recordaba a una de las partes del Infierno en la
cual solía estudiar astronomía, ya que era la única donde se podía ver el mismo
cielo que en la Tierra.
-Ya estamos, señor- Johan, el
cochero, me abrió la puerta y me sacó de mis pensamientos. Bajé del coche un
poco extrañado.
-¿No hay ningún mayordomo que
reciba a los invitados?- pregunté.
-No, señor. En todo el camino
desde la entrada, que estaba abierta, no había nadie. Por eso os he abierto yo
la puerta- respondió con una reverencia.
“Vaya servicio” pensé. Escuchaba
las órdenes de Johan a los caballos mientras subía las escaleras hacia la
puerta principal, mucho más grande y llamativa que la de mi mansión. Llamé y
abrió un joven mayordomo con aspecto de estar apurado.
-¡Buenas noches, señor! Pase, por
favor.
-No hay nadie recibiendo a los
invitados en la entrada- le informé sereno.
-¡Mis más sinceras disculpas,
señor! Es que las preparaciones van con retraso, señor. ¡Disfrute de la
fiesta!- y se fue a paso ligero de la sala de estar para ocupar su puesto. Me
sentía más entusiasmado que molesto por la actitud descuidada del muchacho. Los
humanos me divierten.
Después de que una doncella me
guardara el sombrero y la capa, pasé al salón de la fiesta a través de un
hermoso arco de madera tallada decorado con estatuas a los lados. La duquesa
Miller era famosa (aparte de por ser duquesa) por su singular gusto en la
decoración de interiores. Todas las habitaciones debían tener cortinas de
terciopelo que fueran del techo al suelo,
llamativos cuadros de jóvenes desnudas y esculturas de mármol (cuanto
más caras, mejor). De hecho, las estatuas, a ambos lados del arco,
representaban a dos dioses griegos con porte valeroso.
La sala de la fiesta consistía en
una descomunal sala con el suelo de mármol, tan brillante que parecía un
espejo, y paredes con papel de colores vivos y estampados escandalosos. A los
lados de las paredes, descansaban unas largas mesas con manteles blancos, sobre
los que había una hermosa cubertería de plata, copas de cristal y fuentes
repletas de canapés y platos típicos de distintos países del mundo. La guinda
del pastel era (y admito haber sentido envidia de esto) una gigantesca lámpara
de araña que coronaba la pista de baile, que estaba en medio de la habitación.
Bajo ella se encontraban los
primeros invitados: una pareja de nobles ataviados con trajes elegantes,
caballeros con medallas del ejército colgando de sus chaquetas y algunas damas
con vestidos vaporosos y complicados peinados.
Reconocí a algunas de las
personas, pero no pensé que merecieran mi atención, de modo que bajé las
escaleras al otro lado del arco y me serví una copa de la bandeja de un
camarero. Era una bebida dulce pero alcohólica, con un sabor delicado a manzana
y uva.
En general, el ambiente que se
respiraba era más que adecuado para la ocasión. Cada pequeña esquina emanaba la
sofisticada fragancia de la aristocracia, cada brillo de la cubertería, cada
pequeño cristal de la lámpara de araña… Pero en especial la figura de una rechoncha mujer que llamaba la atención sobre todo a su alrededor, la duquesa
Elisabeth Miller.
-¡Señor Lynne!- gorjeó coqueta al
verme. Como de costumbre, extendió su mano llena de anillos para que la
sostuviera y la besara, y así lo hice. Tras eso, la saludé.
-Querida señora Miller…
-¡Oh, por favor, olvide los
formalismos entre nosotros! ¡Llámame Elisabeth!- Sacudió la muñeca como si
estuviera espantando moscas- Me haces sentir más mayor de lo que soy.
En efecto, la duquesa ya no era
una joven. Había entrado hace tiempo en la categoría de señora, unos años más
tarde de morir su marido. Heredó todos los bienes de éste y decidió rechazar a
todos sus pretendientes para no volverse a casar. Gozamos de una confianza que
no tienen los nobles entre ellos (son todos unos hipócritas). Tas nuestro
primer encuentro hace tres años, cuando ella buscaba consejo para el cuidado de
la piel y la alimentación; yo, muy orgulloso, compartí mis conocimientos sobre
esto con ella, y no era porque los utilizara para mí. Entonces, sentimos una
especie de conexión de amistad, que no tenía desde hace tiempo, ya que tener
amistades no es lo mío. Pasó su brazo bajo el mío y lo sujetó mientras
comenzamos a caminar por la sala.
-Hay algunas personas que quiero
presentarte. También están interesados en las ciencias y el saber, así que
querían conocerte. Es de todos sabido que eres verdadero erudito- dijo
confidencialmente.- Algunos caballeros como el señor Wellington o el señor
Portout.
-Conozco a François Portout. De
hecho, es con él con quien intercambio largas charlas y teorías –repuse.
-¡Ah, perfecto entonces!- Y tenía
razón, todo iba perfecto, hasta que sentí una sensación desagradable, síntoma
de que algo andaba mal. Llegamos hasta un pequeño grupo de elegantes caballeros
con copas de vino en las manos.
-Este es el archiduque Lynne.
Querido, estos son los vizcondes Wellington, Rostsinger, Portout, que ya conoces, y el conde Andrew Wright, que acaba de llegar
de un largo viaje y es la primera vez que se presenta en Londes en sociedad. Adivinarás por su pelo rojizo
que, al igual que tú, es extranjero.
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