jueves, 6 de noviembre de 2014

Crónicas de un amor demoníaco - Capítulo 04 - La fiesta

Esta mañana me dispuse a estudiar y repasar mis manuscritos de matemáticas y física. No desayuné, ya que a las siete en punto debía estar presente en la mansión Miller y tenía que aparentar disfrutar de los tentempiés. Necesitaba preparar a mi estómago para una cantidad ingente de comida y bebida humana. No me nutren demasiado, pero me hacen sentir pesado. Aunque avisé al servicio para que no preparasen el desayuno, la joven Valerie apareció en la puerta de mi despacho mientras releía a Pitágoras. Llevaba con ella una bandeja de plata con un poco de te inglés con leche. Sonreía con excesiva dulzura mientras lo servía. Con todo el respeto, me parece que podría disimular su atracción por mí en su trabajo. Sé que sueno muy presuntuoso, pero puedo notar sus vibraciones humanas de enamorada desde el otro lado de la puerta.

Comencé a prepararme a las cuatro, cuando las doncellas trajeron el traje de Poulline. Primero me di un relajante baño de espuma y sales, y luego que me arreglaron y vistieron. Prefiero hacerlo yo solo, pero tengo que aparentar ser como los demás. En esta ocasión llevaba el cabello peinado hacia atrás, brillante y con colonia. Pero lo mejor sin duda era el traje, azul marino hasta los tobillos, no como los culotte de los franceses que llegaban hasta la rodilla. La camisa era celeste y la complemente con una corbata. El chaleco, ceñido, era azul marino con botones dorados, como el pantalón y la chaqueta de cola de gorrión, que aparte, tenía bordados en oro. Los zapatos tenían un pequeño tacón,  que era de cuero negro de la más alta calidad. Pero faltaba algo, un toque más de elegancia, y eso lo completaba un pañuelo de seda celeste con bordados dorados en el bolsillo de arriba de la chaqueta. El servicio elogió mi atuendo y mi porte, cosa que me hizo sentir orgulloso.

Antes de salir, cambié mis gafas negros por otras más elegantes y acordes al atuendo, un par con tonos plateados y dorados, con las lentes impecables.

Cogí el sombrero de copa que me tendió Sophie y cuando Margaret (la cocinera ayudante) terminó de colocarme la capa negra y larga, salí por la puerta y me adentré en la oscuridad de la noche hasta llegar al carruaje que me llevaría a la fiesta.

El paseo hasta la mansión Miller no fue tan largo como esperaba, por suerte, llegamos incluso antes de la hora prevista.

El cielo negro que observaba a través de la ventanilla me recordaba a una de las partes del Infierno en la cual solía estudiar astronomía, ya que era la única donde se podía ver el mismo cielo que en la Tierra.

-Ya estamos, señor- Johan, el cochero, me abrió la puerta y me sacó de mis pensamientos. Bajé del coche un poco extrañado.

-¿No hay ningún mayordomo que reciba a los invitados?- pregunté.

-No, señor. En todo el camino desde la entrada, que estaba abierta, no había nadie. Por eso os he abierto yo la puerta- respondió con una reverencia.

“Vaya servicio” pensé. Escuchaba las órdenes de Johan a los caballos mientras subía las escaleras hacia la puerta principal, mucho más grande y llamativa que la de mi mansión. Llamé y abrió un joven mayordomo con aspecto de estar apurado.

-¡Buenas noches, señor! Pase, por favor.

-No hay nadie recibiendo a los invitados en la entrada- le informé sereno.

-¡Mis más sinceras disculpas, señor! Es que las preparaciones van con retraso, señor. ¡Disfrute de la fiesta!- y se fue a paso ligero de la sala de estar para ocupar su puesto. Me sentía más entusiasmado que molesto por la actitud descuidada del muchacho. Los humanos me divierten.

Después de que una doncella me guardara el sombrero y la capa, pasé al salón de la fiesta a través de un hermoso arco de madera tallada decorado con estatuas a los lados. La duquesa Miller era famosa (aparte de por ser duquesa) por su singular gusto en la decoración de interiores. Todas las habitaciones debían tener cortinas de terciopelo que fueran del techo al suelo,  llamativos cuadros de jóvenes desnudas y esculturas de mármol (cuanto más caras, mejor). De hecho, las estatuas, a ambos lados del arco, representaban a dos dioses griegos con porte valeroso.

La sala de la fiesta consistía en una descomunal sala con el suelo de mármol, tan brillante que parecía un espejo, y paredes con papel de colores vivos y estampados escandalosos. A los lados de las paredes, descansaban unas largas mesas con manteles blancos, sobre los que había una hermosa cubertería de plata, copas de cristal y fuentes repletas de canapés y platos típicos de distintos países del mundo. La guinda del pastel era (y admito haber sentido envidia de esto) una gigantesca lámpara de araña que coronaba la pista de baile, que estaba en medio de la habitación.
Bajo ella se encontraban los primeros invitados: una pareja de nobles ataviados con trajes elegantes, caballeros con medallas del ejército colgando de sus chaquetas y algunas damas con vestidos vaporosos y complicados peinados.

Reconocí a algunas de las personas, pero no pensé que merecieran mi atención, de modo que bajé las escaleras al otro lado del arco y me serví una copa de la bandeja de un camarero. Era una bebida dulce pero alcohólica, con un sabor delicado a manzana y uva.

En general, el ambiente que se respiraba era más que adecuado para la ocasión. Cada pequeña esquina emanaba la sofisticada fragancia de la aristocracia, cada brillo de la cubertería, cada pequeño cristal de la lámpara de araña… Pero en especial la figura de una rechoncha mujer que llamaba la atención sobre todo a su alrededor, la duquesa Elisabeth Miller.

-¡Señor Lynne!- gorjeó coqueta al verme. Como de costumbre, extendió su mano llena de anillos para que la sostuviera y la besara, y así lo hice. Tras eso, la saludé.

-Querida señora Miller…

-¡Oh, por favor, olvide los formalismos entre nosotros! ¡Llámame Elisabeth!- Sacudió la muñeca como si estuviera espantando moscas- Me haces sentir más mayor de lo que soy.

En efecto, la duquesa ya no era una joven. Había entrado hace tiempo en la categoría de señora, unos años más tarde de morir su marido. Heredó todos los bienes de éste y decidió rechazar a todos sus pretendientes para no volverse a casar. Gozamos de una confianza que no tienen los nobles entre ellos (son todos unos hipócritas). Tas nuestro primer encuentro hace tres años, cuando ella buscaba consejo para el cuidado de la piel y la alimentación; yo, muy orgulloso, compartí mis conocimientos sobre esto con ella, y no era porque los utilizara para mí. Entonces, sentimos una especie de conexión de amistad, que no tenía desde hace tiempo, ya que tener amistades no es lo mío. Pasó su brazo bajo el mío y lo sujetó mientras comenzamos a caminar por la sala.

-Hay algunas personas que quiero presentarte. También están interesados en las ciencias y el saber, así que querían conocerte. Es de todos sabido que eres verdadero erudito- dijo confidencialmente.- Algunos caballeros como el señor Wellington o el señor Portout.

-Conozco a François Portout. De hecho, es con él con quien intercambio largas charlas y teorías –repuse.

-¡Ah, perfecto entonces!- Y tenía razón, todo iba perfecto, hasta que sentí una sensación desagradable, síntoma de que algo andaba mal. Llegamos hasta un pequeño grupo de elegantes caballeros con copas de vino en las manos.


-Este es el archiduque Lynne. Querido, estos son los vizcondes Wellington, Rostsinger, Portout, que ya conoces,  y el conde Andrew Wright, que acaba de llegar de un largo viaje y es la primera vez que se presenta en Londes en sociedad.  Adivinarás por su pelo rojizo que, al igual que tú, es extranjero.

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